Hoy tengo un dolor porque nuestras salas de clases están vacías: no hay risas, no hay logros que celebrar, no hay complicidad, ni abrazos que dar. La pandemia nos ha alejado, ha generado distancias irremediables que se han visto reflejadas en cámaras apagadas y micrófonos silenciados en las clases virtuales. Pero este punto no ha sido el más doloroso, sino la ausencia de aquellas y aquellos de quienes no hemos sabido más, esos niños, niñas y adolescentes con quienes hemos perdido todo contacto.
Para nosotros esta ausencia se ha reflejado en que un 50% de los profesores de Enseña Chile no ha tenido ningún tipo de contacto con 3 de cada 10 de sus estudiantes y familias. Esta realidad, que probablemente se replica en los contextos vulnerables a nivel nacional, duele si pensamos que algunos de ellas y ellos no volverán este año a una sala de clases, y tampoco sabemos si lo harán en el futuro. No sabemos cuántos de ellos y ellas estaban jugándose su última oportunidad por mantenerse dentro de un sistema que no le da muchas chances. Duele también porque sabemos el impacto que los vínculos tienen en el aprendizaje y por lo mismo, pensar en cómo la brecha que ya conocíamos debe estar aumentando y por tanto, haciendo que el acceso a las oportunidades presentes y futuras sea cada vez más desigual.
Además, no sabemos si esta ausencia ha sido por decisión propia, familiar o por obligación del contexto en que se encuentran nuestras y nuestros estudiantes. Profundizar en estas tres opciones es igual de doloroso y nos invita a reflexionar sobre las decisiones y acciones que hemos tomado sobre el curso de la escuela y de la educación. En el primer caso, si la decisión fue propia, tenemos que ser capaces de cuestionar cómo hemos pensado y repensado las experiencias de aprendizaje para nuestros y nuestras estudiantes. ¿Cuántos de nosotros hemos escuchado sus voces para asegurarnos de generar espacios que encantan, desafían y convocan?
En el segundo caso, una decisión familiar nos interpela a comprender con humildad las realidades y propósitos de las familias que hay detrás de cada uno de nuestros niñas, niños y adolescentes. Es un tremendo llamado de atención a construir puentes, a consolidar vínculos entre ese primer educador (la familia) y este segundo educador (la escuela). ¿Qué esfuerzos e iniciativas implementamos hoy de forma sistemática para construir con las familias? ¿Cuál es el rol que las escuelas dan a estos actores de la comunidad?
Y en el tercer caso, reconocer que nuestros y nuestras estudiantes hoy no están con nosotros por condiciones de su propio contexto que resultan ser limitantes, por barreras que no hemos sido capaces de derribar, es una tarea más que pendiente para responder de forma sistémica. Nos invita a reimaginar la educación como la conocemos hoy y deja en evidencia los sacrificios y realidades que han tenido que experimentar muchas de nuestras comunidades a nivel nacional, no solo durante esta pandemia, sino históricamente. Algunas debido a que no cuentan con las condiciones mínimas para acceder a una educación de calidad sin tener que abandonar sus raíces, teniendo que desplazarse y mantenerse separados para asistir a un régimen interno, mientras que otras comunidades y familias, no cuentan con espacios seguros y resguardados para estudiar, ya sea por altos niveles de hacinamiento o incluso violencia en sus propios entornos. ¿Qué tan preparados y conscientes estamos para construir sistemas educativos que consideren estas diversidades y realidades? ¿Con cuántas herramientas cuentan nuestras escuelas para poder atender estas realidades de forma sustentable?
Esta realidad que nos ha enrostrado la pandemia nos deja muchos desafíos, pero sin duda hay dos que son fundamentales. El primero, implica remirarnos, fortaleciendo el vínculo humano entre todos quienes somos agentes en el proceso educativo, convocando a familias, siendo capaces de promover un sentido de pertenencia e incluso, siendo valientes para cuestionar los propósitos de la educación desde estas bases. Tenemos que ser capaces de identificar las expectativas y valorizaciones que hace la familia sobre el rol de la escuela y de la educación. Solo entendiendo este punto podremos construir puentes y trabajar unidos.
Y por otro lado, dentro de las salas de clases, específicamente en la relación mágica que existe entre profesores, estudiantes y contenido, es fundamental impulsar espacios de aprendizaje que promuevan que todas y todos nuestros estudiantes experimenten logro porque sabemos el beneficio cognitivo y socioemocional que eso significa. Estudiantes experimentando logro, generan mayor aprendizaje, desarrollan su autoestima académica y su mentalidad de crecimiento si son conscientes del proceso que llevaron a cabo para alcanzar estos logros, por lo que serán capaces de enfrentar diferentes situaciones de aprendizaje con herramientas que les permitan construir su propio presente y futuro.
Ambos desafíos se pueden abordar desde la comunicación, lo que implica poner en el centro a los actores de estas comunidades, construyendo una escuela y un sistema que escucha, que abre espacios y construye considerando las voces de todos sus actores, convirtiéndose en un gran coro, donde estudiantes, familias y profesores, se unen para reimaginar los espacios educativos de forma inclusiva, contextualizada y flexible ante los cambios vertiginosos a que nos vemos enfrentados como sociedad. ¿Necesitábamos una pandemia para ser conscientes de la importancia de estas voces? No lo sabemos hoy y no lo sabremos nunca, pero sí sabemos que esta pandemia fue un pie forzado para repensar las prioridades de nuestras escuelas, y soñar cómo queremos seguir construyendo la educación, y esta es y debe ser nuestra principal responsabilidad. Si no lo hacemos, el dolor por los estudiantes de los que no hemos sabido más será solo una anécdota triste que contar en el futuro, en vez del movilizador que impulsó la más grande revolución en las salas de clases del último siglo.
Ángela Caviedes
Mentora de mentores de Enseña Chile